martes, 18 de noviembre de 2008

CUENTO

Gilberto García Mercado
De la Asociacion de Escritores de la Costa y el
Taller YNGERMINA
Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa
Cartagena
ARDE BOSTON

El hombre despertó a las seis. Mientras esperaba que su madre preparara el desayuno, transcurriría una eternidad… Luego entonces, ¿con quién conversaría hasta las nueve, hora en que toda la familia despertaba? Al salir de su cuarto observó el reloj de pared. “Las seis en punto”, volvió a repetir,"Mejor hubiera despertado a las nueve". Porque lo más común sería enloquecer, si se continúa dando vueltas y vueltas en la cama. El sueño prófugo nos aventaja, pero si exigimos una explicación, he ahí a la bendita soledad. Hasta cuando doña Helena despertara, preparando un desayuno suculento, como nada más ella sabe preparar.
Pablo Fiestas camina por el patio, disgustado. ¡No tiene con quién conversar! Y su estómago se calmaría sólo con comer un poco.
Meses antes eran las seis, pero con tal oscuridad que sin reloj, fácilmente se acepta que para que el día llegue, hay que esperar un tiempo, crucial, tedioso, desesperante. Ahora son las seis, pero con ese cielo limpio parecen las nueve, pero apenas son las seis, y el sol sale sin ninguna prisa, inmutable, inclemente, y el hombre esperará casi tres horas para que la familia se levante. Entre un tedio eterno y el silbido de su estómago que con pancartas, vallas, y pasacalles, se le declara en huelga por los alimentos. “No debo pensar en el hambre” – murmura – “Si se es indiferente, el hambre se va”. Eso funciona en otros, pero en él es caso perdido. Última opción: Prender la televisión, pero eso sólo aumentará la desesperación y el tedio.
La puerta de la calle continúa cerrada. La mayoría de las casas de Boston poseen puertas con barras de hierro como estrategia de seguridad. Medida adoptada desde que los pandilleros comenzaron a derribar las de madera, y se llevaban los televisores, ventiladores, o cosas de valor…
Como son las seis y uno. Y, parecen las nueve, Boston está totalmente despierto. Pero sus habitantes duermen apaciblemente. Menos Pablo Fiestas...
…Y te arrojarán al mar de las amarguras, y te ahogarás rápido- temprano- para cuando doña Helena despierte. “Aquí está tu desayuno, hijo”, te dirá. Te sentarás en la poltrona de mamá. Tu cabeza y tus piernas rozan la puerta, pero no has abierto los pesados candados. Sabes que los dejan puestos por cuestión de seguridad. Sin embargo, eso de nada te servirá pues alguien que partió la noche anterior, pronta vendrá por ti. No podrás defenderte. “Pero si tengo la puerta cerrada, nadie entrará”, pensarás. ¿Recuerdas cuando hurtaste la mesada a los Gómez, a quienes la Oficina de la Beneficencia Pública no dejaban morir de hambre? Los remordimientos entonces destruías apenas tu madre, despacito, susurraba: “hijo, ven a desayunar”. Convirtiéndose la frase en tu tabla de salvación pues doña Helena siempre estaba allí. Con ese amor de madre, que hasta ya casi muriéndose, jura, reclama que su hijo es bueno. Que no pudo cometer tal atrocidad...
…Cuántas veces pisaste el correccional. Condenas irrisorias purgabas pues alguien hacía de abogado del diablo. Y entonces mamá recurriendo al pequeño patrimonio familiar. Aquel dinero, intacto, reservado para los malos tiempos, se dilapidó en arreglar tus líos judiciales. “La vida es así” – te decías, irónico, luego del delito – “¿Si no?, entonces no sería mundo. La balanza debe inclinarse, pues si de un lado está la clase pudiente, que no ha sido picada por los zancudos. Sin dolor de muelas y rechonchos moralmente. Y de este otro lado, los pobres, muriéndonos de hambre. Enfermos, confinados en viviendas sin retretes. En barrios atravesados por caños llevando aguas negras a la Ciénaga. Si no la equilibramos, el excremento de la sociedad seremos. Algunos dicen que no lo lograremos, y esto lo transmito a mis amigos. ¡Y ellos tanto lo comprenden que todos los días hay muertos en Boston! Invitados a tu entierro están, te lo dice la claridad de la calle. El mundo, los que duermen en sus cuartos. Y hasta la propia doña Helena, todos, hasta la ausente noche parecen confabulados para matarte. (¡El Presidente del País decretará este día de Júbilo Nacional por tu muerte!). Pensaste, al principio, que este amanecer sería como uno de aquellos pocos. Pero estás aquí, Pablo. Ardiendo con Boston. Te ves, el tiempo se comprime, treinta años son tres horas. (Pero en seguida, absurdo, retrocede, y, casi niño, te contemplas, agarrado de la madre- apoyándote- para atenuar el cuerpo al bajar del viejo camión chevrolet)
... Y desprenden las estrellas a tus ojos. Sin tacto, sin delicadeza, de un tirón. A lo mero macho como dicen los mexicanos. No les importa la puta madre que los parió. Duele, el doctor te saca las muelas, las espinas del alma, sin anestesia. Un calor glacial recorre tu cuerpo. Tratas de pararte pero un miedo universal te abruma. “Es el fin”, piensas. ¿A cuántos fulanos les regalaste el boleto para la otra vida? Traías objetos valiosos a la casa, manejando cantidades exorbitantes de dinero. Cuando doña Helena te preguntaba, la dejabas convencida con la frase: “No te preocupes, mamá. Soy el cobrador de un amigo”.
….Y piensas en los que duermen, pero a tus oídos sólo llega, tenue, el ronquido de los que no despertarán jamás. ¿Faltan dos horas y media o veinticinco años para cumplir tu condena? Ni siquiera puedes volver el cuerpo. Y, poder entonces gritar, “nunca voy a morir”. Y seguir acuchillando con la complicidad de la noche. Matando ancianos y a cualquiera que se te atravesara en el camino. Yo sabía que allá en el Callejón de la señora Mayo te hartabas de estupefacientes. Te convertías en un Spider man o un Jackie Chan. (Un súper héroe que hacía siempre lo malo…) Sí, yo lo sabía, hermano. Irrumpías pateando la puerta, sin misericordia alguna para con el sueño de mamá. Y nadie por el miedo, en absoluto, se atrevía a reclamarte. Doña Helena en un rincón, lloraba lágrimas de sangre. Y, ¿qué podía hacer yo si no convertirte en el personaje de mis relatos? Me pesaba ser el hermano mayor. El que se encerraba en el maldito cuarto. Esperando que alguien tocara a la puerta. Y llamara por teléfono, y preguntara por el escritor. Que dijera: “Le vamos a publicar, en exclusiva, su cuento en la edición del domingo. El diario quiere entrevistarlo”.
... Y el sudor se enjugaban con mis páginas. Nadie respetaba lo que hacía. Tanto buscar en la mente, las escenas, la atmósfera, y los personajes para recrear mis relatos y novelas. Tanto emplear, días, meses, y años en eso. ¡Tan sólo para que tú y los de la casa se secaran el sudor con mi vida! ¿Qué culpa tuve yo en el malhadado camino que escogiste? No sé, tal vez debí ser el vigía que estuviera atento a un mar turbio… Así que, en esta media hora. O en estos cinco años de tu presidio, no puedes descuidarte. Sé que estás atento, vigilas tu mar, sabes que si te descuidas. Que si te duermes un segundo, tan sólo un maldito segundo, hermano. Entonces estarás aceptando el boleto devuelto por tus víctimas. Y antes de que te despabiles y te des cuenta. Antes de que reacciones, estarás en el tren de la muerte. Pues ese alguien que partió la noche anterior, por fin vino por ti. Y me dolerá, hermano. En cierta forma vivo tu sufrimiento. Encerrado en mi cuarto sufría lo indecible. Tú, esclavizado por los malditos estupefacientes. Y yo rumiando mi soledad, mi dolor. Mi obsesión por la Literatura. Tratando de verter en una hoja virginal todo este sufrimiento… Me dormí en la estancia repleta de libros viejos. Debido a mi pobreza yo los compraba en el Centro. Y una verdadera batalla verbal iniciaba, o estratagema como la llamaba yo, para siempre obtener un libro de García Márquez o Julio Cortázar, a bajo precio. Y entré de de veinte años. Y hoy que me asomo y te estoy viendo, soy el único que te observa en esta media hora. O mejor, treintaiun minutos. O en estos más de cinco años, y descubro sorprendido. Y más al mirarme en el espejo, en un rincón sobre la mesa hay un montoncito de calendarios mohosos, que tu hermano escritor ya no es el joven de veinte años sino un hombre de veinticinco. ¿Qué ha sucedido, Pablo Fiestas? ¿Dónde está nuestra madre? ¿Y Marcela? Dime, ¿qué ha sido de ella? Cinco años me atraparon en cualquier rincón, pero el más recóndito del planeta. ¿Cómo debería sentirme? Como un hombre de veinticinco años, aunque tenga cincuenta. Desperdicié la vida buscando la piedra filosofal. La fórmula del más grande escritor de mi tiempo. Imaginé mi nombre esculpido en oro, en mis libros.
Cómo lamento las palabras de mi padre entre sus últimos estertores de muerto:
-¿Escritor?– me dijo – ¿Te quieres morir de hambre?-
Asombrado entonces alcancé a sentir. Y pasó desapercibido, en ese temblor de sus manos, un cierto desespero. Como si papá pudiera morirse en paz, solamente y si yo le dijera: “Despreocúpese, viejo. No voy a ser escritor”. Y murió sin resignación, algo en su cuerpo exánime, decía que se había ido pero no en paz. De seguro, supuse, que él adivinaba que yo no iba a cumplir la promesa. Pero estás aquí, Pablo Fiestas. Un calor terrible vierte sus ondas. No deja espacio, ningún resquicio sin recorrer. Te hallas, creíste al principio, en un baño de sauna. “Alguien debió instalar el servicio en mi ausencia”, pensaste. Pero como la temperatura subió vertiginosa. Te quitaste la camisa, y la franelilla debajo. Y sin el menor recato, arrojaste toda tu ropa. Resignado. Y antes de quedar como pato sancochado. Inerte. Cocido por las manos vengativas. O por los jueces que te han hallado culpable, escuches, querido hermano. La voz de vida de nuestra madre: “Ven a desayunar, mi Pablo”. Y como ya lo he repetido, esa frase te devolverá a la libertad. Volverás a ser el asesino despiadado de Boston.
…Y no debí condenarme a la cárcel de mi cuarto. Verter en tantas hojas esas lágrimas que el desamor de Marcela me causara. No debí resignarme pues todas las mujeres son así. No dicen sí a la ligera, de inmediato. Pero, ¿era justo que llevara seis años esperando un sí, mientras la sorprendía besándose con otro? Pensé que ella al no verme en tres meses. Acaso por curiosidad se acercara a la casa y, luego a mi cuarto. Y por último preguntara: “¿Dónde está, mi querido, David?”. Pero ella jamás apareció. La eternizaba en todo lo que escribía. Cuántos días con sus noches - ¡fueron treinta años hermano, treinta!- sentí los pasos de mamá que llegaba a mi cuarto. Tocaba en la puerta, levemente, mientras me gritaba bajito: “David, abre la puerta. Te traigo el desayuno”. Entreabría la puerta, la luz del sol que se escurría por alguna hendija en el techo, me hería ferozmente. Sin que la vieja notara mi deterioro, ya con los platos entre las manos, yo procedía casi que automáticamente a cerrar la puerta. Mamá ya estaba acostumbrándose y no se alarmaba. Pero eso sí, Marcela se hallaba presente en mi cuarto: Su foto enmarcada en un cuadro grande, colgada en la pared del fondo. Enseguida me imaginaba que en mis mejores noches – Marcela – tú bajabas del cuadro. Primero como una sombra transformándose, en una atmósfera, densa y cálida. Hasta que finalizada la metamorfosis, posabas tus brazos sobre mis hombros. Y, entonces, se me estremecía el ritmo cardiaco, cuando restregabas tus pechos de piedra contra mi espalda. ¡A nadie le importaría ser crucificado por poseer aquellos amores! Comprendí esos sentimientos inherentes a todo escritor. ¿Quién puede escribir sin ellos? Y tú, Pablo Fiestas, ¿cómo hubieras reaccionado si en vez de drogarte y emborracharte como un loco hubieras tenido la opción de elegir otro camino? El destino hubiera sido otro. Pero te equivocaste, querido hermano. Tienes el mismo impulso de los Fiestas. Yo buscando de que entre mis textos un día apareciera, volátil. Alcanzable en la atmósfera de mí cuarto, tu cuerpo de sirena dormida – Marcela – y que sólo yo te jalara hasta la cama. Y te hiciera mía una y otra vez. Te poseyera una y otra vez. Y fueras mía una y otra vez, Marcela. Aunque vivamos bajo el mismo techo, cada cual habita su propio Universo. Mientras Marcela se halla en todo relato que escribo, los alucinógenos son el agente que intoxica tu alma. Son los que estimulan ese carácter inclinado al crimen, y entonces ya no podrás parar. La sangre correrá por tus manos, te bañarás con ella…
…Y la condena apenas comienza.
Porque, si tú notas una parte de ti ha envejecido cinco años. Te duelen los pies que en cinco años no se han levantado de la poltrona. Los que duermen tal parece que no quieren despertar a tiempo. Hay tal tranquilidad en los implacables durmientes, que terminarán por pasar estos veinticinco años. Una eternidad como un siglo del maldito tic tac del reloj más lento del mundo. Y, ni siquiera la familia se apresuraría a despertar. Para que se convenza de que ese alguien que partió la noche anterior, por fin vino por ti.
…Y Boston arde, van cayendo sus casas. Piedra a piedra. Borrascas de fuego encandilan las casas, los rostros de estos sacrílegos que corren de un lado para el otro ante una evidente y total destrucción. La iglesia, una construcción de madera, poco a poco va doblegándose. Se hunde como un barco en altamar. Alguien dijo que sorprendieron un sacerdote con una de sus feligreses. Pero no en su labor de administrarle la Verdad del Señor, sino en un acto Indigno. Por eso la iglesia, ahora se cae. Es la decadencia de la Humanidad, de Boston.
Y tú, Pablo Fiestas, ¿te salvarás? Te observo desde mi cubil, sé que vas a morir. Que puedes llorar como un niño, que puedes patalear aunque no puedas. Estás sujeto, aferrado, herméticamente a esta poltrona. Alguien ha dejado caer el martillo de los siglos. Te han hallado culpable y tú por fin lo entiendes. Sí, aunque esta ironía, este retazo de tu maldito buen humor nunca te haya abandonado. Incluso ni ahora que ya sabes que te quemarás en el infierno.
…Sí, es el principio del final. Testigo de tu muerte seré. Y cuando una corriente positiva y negativa se una. Y, el resultado sea una gigantesca explosión borrando a Boston del mapa. Sintiendo el horror, pero a la vez la felicidad estaré. La pesadilla apenas llegaste al mundo, finalizará con tu muerte. No existirás ni siquiera en la memoria de doña Helena. Porque el sueño para la familia sólo duró tres horas. Tres horas que para ti serán treinta años de condena....
Y aquel domingo, vísperas de mi encierro como cualquier curioso me detuve en la esquina de la aglomeración. La sangre corría de una esquina a otra. Pensé que yo era el culpable de que aquella sangre corriera. ¿Por qué no te hice ver el mar embravecido en que tu barco naufragaría? Fuiste recluido en el correccional pero sólo pagaste una condena irrisoria. Mamá también tuvo la culpa. Aún recuerdo la frase que te devolvía de nuevo a la vida: “Ven a desayunar, mi Pablo”…
…Y como cada cual tiene un destino, el tuyo se inició cuando bajaste del viejo camión chevrolet. En la esquina, no rechazaste un cigarrillo de marihuana…
Hace dos minutos, por fin, viste el mar de tu amargura: esa borrasca de fuego borrando a Boston del mapa. De inmediato, mamá despertó y como si no hubiera sucedido nada, dijo: “Prepararé tortas para Pablo”. Yo enseguida agarré un libro, escribí una nota en mi vieja máquina de escribir, pero el teléfono sonó. Era Marcela, estaba feliz por mi artículo en el periódico:
--Tú artículo es excelente, David- me dijo - Pero no te olvides que hace treinta años que no nos vemos.
Más tarde cuando se presentó frente a mí, observé -conmovido- cuánto ella había envejecido en esos treinta años. Fue entonces cuando comprendí para bien o para mal cuánto se olvida uno de vivir. No quise saber de ella. Seguí caminando mientras Marcela se quedaba en una esquina bajo la lluvia. En ese instante mis entrañas querían reventar. Pero hice denodados esfuerzos para no llorar".
FIN

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