sábado, 31 de enero de 2009

Cuento

LA GORDITA DEL TROPICANA
Por Antonio Mora Vélez

Por los tiempos en que las heladerías no abundaban en la ciudad, el callejón del mercado era un lugar casi obligado para disfrutar un buen refresco de zapote o níspero con leche o de Milo, que era mi preferido. Enfrente de las refresquerías quedaba una fonda en la que a veces tomaba los alimentos y detrás de ella, entrando por la carrera segunda, estaba el coliseo de boxeo en donde vi pelear a los colombianos Kid Pérez y Luis Carlos Cassarán contra un chileno de apellido Cartens.
Ese era mi mundo de entonces. Mi mamá tenía una colmena de abarrotes en ese mercado y yo pasaba la mayor parte de mi tiempo libre en ese sector. Me hice amigo de un fresquero de apellido Cuavas, quien me pagaba con un Milo diario la picada del hielo, tarea que realizaba con gusto mientras escuchaba los partidos de la pelota profesional y los programas deportivos que lo comentaban y también los merecumbés de la orquesta de Pacho Galán, que estaban de moda.
En esta mesa de refrescos del callejón del mercado hablé por primera vez con la mujer de este cuento. Era joven, gordita y agraciada. Yo la había visto salir del Pasaje Felipe, más exactamente de la choza de palma de la entrada, pero no la saludaba porque era, como decía mi mamá, una mujer de la vida y yo suponía que eso le daba una ventaja de experiencias sobre mí que estaba apenas por los quince años. Esa tarde se sentó a mi lado en una de las bancas de la refresquería de Cuavas y me dijo: Hola, ¿como estás? Yo le contesté que bien y conversamos un poco sobre su trabajo de mesera en el Tropicana y los estudios míos de bachillerato en el Liceo. Una vez agotó el vaso metálico de su refresco se despidió sonriente y se marchó. El señor Cuavas, que había seguido el hilo de la conversación mientras enjuagaba unos vasos, me dijo: Esa muchacha quiere acostarse contigo, todo ese cuento del Tropicana fue para que supieras el lugar y el horario de su trabajo. Visítala y te la traes para el Hotel Mogador, yo te presto para la habitación si no tienes.
Durante los días siguientes los demás inquilinos del pasaje vieron cómo la gordita del Tropicana salía de su cuarto y pasaba delante de la puerta de mi pieza siempre que yo me sentaba en una mecedora a leer, y lo hacía con el pretexto de guindar una ropa en el alambre o de entrar al baño del patio o de recoger agua de la pluma, y siempre con una falda transparente para que yo le viera sus encantos y me guiñaba el ojo y me sonreía, como diciéndome: Ajá y ¿cuándo vas a ir por mí? El Chato –uno de mis amigos—se dio cuenta de la actitud seductora de la gordita y me dijo: Huy hermano, le cuento que esa pelada no quiere con nadie aquí en el pasaje y está botada por usted. Obviamente, mi mamá también se dio cuenta y me advirtió: Cuidado te vas a enredar con esa mesera porque te puede pegar una mala enfermedad.
El viernes de la siguiente semana fui con mis amigos del liceo, Jorge Barrera y Pepe Buelvas, a tomarnos un par de cervezas en el Tropicana. Yo sabía que me iba a encontrar con la gordita del pasaje pero ellos no porque no la conocían. Por eso se sorprendieron cuando vieron cómo la atractiva mesera de color claro y cabellos lisos me saludaba con una efusividad inusual y más cuando les dijo que las cervezas que yo consumiera las pagaba ella.
--¡Usted se acuesta esta noche con esta mujer de lo que no hay duda!—dijo Pepe. Jorge asintió y pidió que brindáramos por ese polvo, lo cual hicimos. Y empezaron entonces a hablarme de las técnicas de excitación, del manejo del ritmo, de las posiciones, de poner el pensamiento en otra parte y de las frenadas en seco para evitar la eyaculación prematura y de otras prácticas sexuales más que ellos sabían de sobra porque eran mayores.
Cada vez que la gordita llegaba con su toallita para secarnos la mesa y recoger las botellas vacías, Pepe y Jorge no hacían sino mirarle el trasero despampanante y las piernas, que se le veían casi todas por la minifalda que usaba. Y sonreír embelesados y decirme: Que envidia, flaco, pensar que tú vas a entrar esta noche en ese paraíso. Y yo no hacía sino pensar en cómo iría a domar a esa potra desbocada en la cama, yo, pobre y desmirriado mortal sin experiencias que apenas conocía la vagina de una mujer en las láminas de la revista Luz.
--Bueno y ¿cómo hago para irme con ella?—pregunté cuando ya habíamos consumido cuatro cervezas cada uno.
--Tienes que ir al mostrador y decirle al cantinero que vas a pagar la multa por las dos horas que le faltan por trabajar a tu amiga—me dijo Jorge y le hizo señas a la gordita para que llegara a la mesa con la cuenta.
--Lo demás ya te lo hemos explicado y lo que no, ella se encargará de explicártelo—agregó Pepe.
Y así lo hice. Pagué al cantinero la multa y mi gordita y yo salimos a los pocos minutos del bar con rumbo al pasaje. Pepe y Jorge nos acompañaron hasta la esquina de la calle 37 con avenida primera. Y solo se fueron en sus bicicletas cuando desde esa esquina nos vieron entrar en el rancho de palma y bahareque de nuestro destino.
--Aquí es mejor –me dijo ella en la puerta--. Estamos más en confianza. Además, cuando terminemos tu no tienes sino que cruzar el patio para llegar a tu casa.
La joven mesera vivía en una pieza que la ocupaba casi por completo la cama. Una mesa con vasos y cubiertos, dos sillas, un espejo de pared, una repisa con cosméticos y un baúl, completaban el mobiliario. Enseguida de la puerta que daba para el patio del pasaje había un alero de palma y debajo de él un anafe, un mesón de guaduas y sobre éste, un caldero, una olla y dos platos.
--Hasta que se me hizo—dijo, una vez quedó en interiores y se acostó en la cama. Y entonces le contemplé sus muslos que parecían de nácar y su sexo oferente y apretado que se le marcaba en su moruno de tela gloria.
--¿Cómo así? –le pregunté. Me había quitado la camisa, la franelilla y los mocasines y empezaba a quitarme los pantalones.
--Que desde hace tiempo tengo ganas de acostarme contigo, bobo-- me aclaró. Entonces me invitó con las manos y con la mirada. Y no se dijo más. Como si siguiéramos un libreto aprendido yo me subí a la cama en pantaloncillo y ella empezó a quitármelo y yo a quitarle el moruno y el sostén, hasta que quedamos completamente desnudos y empezamos el delicioso ejercicio del amor.
Hoy, después de tantos años, no sabría decirles cuanto tiempo duré cabalgando esa potranca alborotada. Lo cierto es que fue tal el esfuerzo y tanto el placer que después del segundo orgasmo me quedé dormido y desperté como a las seis de la mañana, a la hora en que las muchachas empleadas y de colegio del pasaje hacían cola en el patio para bañarse.
La gordita –de cuyo nombre no me acuerdo—no me dejó salir por la puerta de la calle sino por la del patio. Y todavía recuerdo la cara de asombro de las muchachas cuando me vieron despedirme de ella con un beso trasnochado y cruzar hacia mi pieza despelucado, con la camisa sobre los hombros y un caminado alabancioso, como si le estuviera dando la vuelta al ruedo, y en especial recuerdo la sonrisa y mirada insinuantes de una panadera de piel trigueña y cabello quieto que parecía decirme: Si ya te graduaste de hombre, flaco, mañana puedes darte una revolcada conmigo.
Montería, enero de 2009

Crónica

Anécdotas sobre el poeta Jorge Artel
Por Joce G. Daniels G.

Fue a finales de los años setenta cuando la profesora de Castellano, que había estudiado en una universidad de Bogotá, les dijo a sus estudiantes de cuarto año de bachillerato de la Escuela Normal, que consultaran la biografía del poeta Jorge Artel, e hicieran una cartelera con sus poemas, pues para esos días había escuchado por la radio y había leído en varios periódicos, que el mencionado vate andaba de bohemio por las islas del caribe y que como buen colombiano iba dejando en cada puerto un verso y en cada hotel un amor.
Esa mañana del lunes 23 de abril, cuando todas las niñas estaban sentadas con las piernas cruzadas para que no entrara ni saliera el aire y en el silencio propio de esos menestres, la profesora comenzó a llamar a cada una para que le mostraran el trabajo de la biografía. La mayoría de las zagalas se levantaron en tropel, fueron al escritorio de la maestra que, esa mañana estaba radiante y feliz, y cada una le leyó su investigación. La niña Olga Álvarez, una joven trigueña y tímida que aún tenía prendado en sus trenzas campesinas el olor de la balsamina, le mostró la cartelera en la que aparecía la foto de Jorge Artel, blanco, con bigotes, pelo liso y rubio y debajo un poema en inglés. Vestía como los militares gringos. Parte de su biografía decía que había nacido en un pueblo de Estados Unidos y de ella se habían copiado la mayoría de alumnas.
Cuando la niña Xiomara Madeleing una joven morena y alegre, de pelo encrespado, le leyó la biografía en que decía que “el poeta Jorge Artel, cuyo verdadero nombre es Agapito de Arco, nació en el barrio de Getsemaní y es el autor del libro Tambores en la Noche” y le siguió contando los pormenores de su vida con una precisión inusitada, que a la encopetada maestra, todo le pareció mentira, se llenó de rabia, cambió varias veces de color, se levantó de su silla y le grito: “Lo que usted dice no es correcto”. No solo exhibió a la pobre estudiante y le rompió el trabajo en la cara, sino que le puso el gorro de sanbenito y la sentó media hora en el patio a pleno sol, para que “aprenda a no mentir” y a Olguita, que había traído la verdadera biografía no solo, la puso como ejemplo ante sus compañeras, sino que le dio de regalo unos pollerines viejos de seda de olán, que ya la maestra no usaba.
Fue en las horas de la tarde de aquel día en que el jurado que debía escoger el mejor trabajo que se hubiera hecho acerca de un escritor, colombiano o extranjero, quedó sorprendido cuando leyó la biografía de Jorge Artel.
La profesora que tenía una lista de pergaminos y toda una aureola de buena fama, con una tesis laureada, solo se atrevió a decir que ella pensaba que ese escritor de quien la gente tanto hablaba, a quien los periodistas y locutores le leían sus poemas cada día, era extranjero, pero especialmente norteamericano. Jamás supuse, dijo cuando la despidieron de la institución, que de esta ciudad pudiese salir un escritor tan bueno, pues muchos de sus poemas me los se de memoria dijo.
En todo caso, las anécdotas que antiguamente fueron el fundamento de la Historia, que era el vaso sagrado en donde bebían las historiografías, que era el cáliz de la información, aún en nuestros días siguen teniendo vigencia. Pues hace pocos días me encontré con la protagonista de aquella anécdota y me dijo que ella al no encontrar en ningún libro de castellano ni de literatura colombiana la biografía de Jorge Artel, el poeta más importante y más famoso de Colombia en el siglo XX, no solo se sorprendió, sino que inventó de rabia la biografía. Con unos amigos fuimos cogiendo un poquito de algunos escritores hasta que hicimos la biografía. No era una trampa, sino un llamado para que aparecieran nuestros escritores en los libros de Literatura. “Y a pesar de todo, me dijo, aún en los libros, los escritores de esta parte no están”.

Poemas de Beatriz Eugenia Gallego


INSOMNIO EN ALTO GRADO
betty_gagi@hotmail.com

Este insomnio
Me pretende,
Es el amante más fiel.
Me circunda de imágenes,
- Balbuceos pronunciados por demonios -
Que se aferran a la carne.
Este insomnio es un Lázaro
Resucitado varias veces
Para robar mí sueño.
Este insomnio
Es el verdugo
De mí conciencia
Antes de morir.

ALFARERO

Barro moldeado soy
Tocan la puerta
No abro, soy barro
Nada se me permite
Soy barro.
Un día abrió la puerta era
Eva.
La carne es barro
Que no soportó el híbrido
Entre mujer, serpiente y fruta.
El barro, materia que tomó vida y se hizo carne.

Descifro:

Serpiente: veneno.
Fruta: pecado.
Mujer: carne entre mi carne.
Destierro: infierno entre Caín y Abel.
Barro en tus manos, gloria, paraíso.
Por tí Eva, barro fui y
En barro me convertiré.


SENÍL
De ancianos ni hablar
Nadie nos escucha
Nuestros temas son repetitivos
Ignorados y la última sílaba
De cada palabra levita en el viento,
Único compañero de nuestra
Soledad.

De ancianos marchamos volteando
Espejos, son amigos que ya no nos
Reconocen.

Nuestros caminos son trochas de
Huellas distantes.
Hacia cruces blancas
De ancianos tenemos miedo al día,
La noche, ya no burlamos a la muerte
Y el Parkinson derrama la última
Copa que no pude beber contigo.

ENCUENTRO

Soñé que penetrabas en mi casa útero.
Ella humedad, ardiente te recibía
Germinando orgasmos
Permanecías en ese cuarto de
Remojo.
Así en una erótica danza
Nos extendíamos en las plumas
De tu cama; el viento traía y
Llevaba nuestros gemidos.

Soñé que ese sensible órgano divulgador
Del deseo, lamía las gotas de sudor
Que brotaban de mi cuerpo.
Sentí que te detenías en la curva
De mis senos y te deslizabas al
Valle convulso de mis muslos
Así te amé, me amaste en la clandestinidad
De nuestro encuentro.
¿Ahora entiendes porque no quiero
Despertar?

Muerte de Candelario Obeso

Una carrera brillante en el mundo de las letras santafereñas
Por Julio Añex

Uno de los tipos más distinguidos[1] de nuestra juventud inteligente fue sin duda Candelario Obeso, Nacido en condiciones de fortuna nada aparentes para hacer una carrera brillante en el mundo de las letras, supo vencer todo linaje de obstáculos con una valiente resignación de que hay pocos ejemplos, hasta llegó a ser estimado generalmente por la excelencia de su carácter y admirado por las ricas facultades de su inteligencia.
Obeso nació en Mompox el 12 de enero de 1849. Hizo allí sus primeros estudios al lado de su familia, que le amaba con idolatría; en 1866, después de un viaje penoso, por demás, llegó a esta capital y obtuvo una beca en el Colegio Militar, que fundó el general Mosquera; cerrado éste por virtud del golpe del 23 de mayo de 1867, pasó a la Universidad Nacional a continuar sus estudios.
Pintar la vida de estudiante de Obeso sería una labor difícil, casi imposible. Las condiciones de su carácter, siempre benévolo y festivo, y de su fresca y fecunda imaginación, hacían que su vida de escaseces y privaciones fuera menos amarga. No podía proporcionarse libros, y unas veces copiaba sus lecciones con sumo trabajo, y las más, aprendía la conferencia oyéndola a sus compañeros, ayudado de una poderosa memoria. Escaso de vestido, tomando una alimentación mala y mezquina, no faltó a sus clases ni se arredró con su tirante situación: nos refería después, que hubo días de no poder tomar sino una taza de chocolate.
Sus estudios favoritos eran los idiomas y la literatura patria; no por eso dejó de cursar con provecho las ciencias políticas. Permítasenos referir una anécdota relacionada con él, en los claustros.
Asistía Obeso a la clase de legislación que daba el doctor Ezquiel Rojas, y no había podido estudiar la lección del día. Tocole en turno recitarla, y Obeso resolvió no contestar una sola a las preguntas del profesor ni dar disculpas cualquiera al doctor Rojas. Indagado, éste le dijo:
-Señor Obeso, que se hace con una persona que es suficientemente mal educada para no contestar a los que le hablan?
-Doctor, contestó Obeso imperturbable, no he visto el caso.
Primero en hojas volantes o en periódicos de amigos suyos, y luego en esa preciosa colección que intituló “Lecturas para ti”, publicó artículos literarios y poesías en que se traslucía la profunda tristeza que lo dominaba y el fuego de algún intenso amor que no pudo morir en su corazón. “Sotto voce”, es sin duda una de sus mejores composiciones, es su historia íntima, y allí se revela el profundo dolor de “una alma herida”: es una queja lanzada al mundo, dulce como el ritmo de un ruiseñor; no pdemos menos que reproducirla aquí…
Obeso tenía la noble pasión del amor filial, y al recuerdo de su madre ausente le vimos muchas asomar lágrimas a sus ojos. Cuántas no habrá vertido la virtuosa anciana por el hijo de sus entrañas, sin que le quede el consuelo de haberlo visto morir entre sus brazos.
También dedicó a ella una de las más hermosas flores de su jardín poético, así como a sus amigos, a quienes tanto distinguía; entre las últimas, la mejor que conocemos es “El genio”, que dedicó a Diógenes A. Arrieta.
Pero lo que forma el adorno más bello de su corona de poeta es ese género exclusivamente suyo que se conoce con el título de “Cantos Populares de mi tierra”, escritos en el lenguaje rudo y deficiente del boga del Magdalena, e impregnados de esa dulce melancolía que respiran todos los cantos de nuestro malogrado amigo. Las más notables de esas producciones son “La canción del boga ausente”, “Los Palomos”, “Adiós mi morena” y “Ercantor der montará”.
Escribió además Obeso “La Familia Pigmalión” (novela), “Secundino el zapatero” (comedia) y su hermoso poema “Lucha de la vida”, en el que a las veces (sic) está retratado en escenas interesantes de su existencia.
Tradujo Obeso una “Táctica militar” y el “Otelo”, de Shakespeare, y publicó varios libro de enseñanza, como un “Robertson” francés, uno inglés y otro italiano, que fueron muy bien aceptados por nuestros hombres de letras y que sirven hoy de texto en nuestros principales planteles de educación: estos trabajos dan una idea clara de la perseverancia y laboriosidad de aquel ingenio colombiano, perdido en mala hora para la patria.
Obeso era casi completamente ajeno a la política. Sus convicciones eran firmes, pero no se apasionaba en la lucha diaria de los partidos, y se reía de los afanes de sus amigos que estaban mezclados en la contienda. Cuando él creyó que su causa peligraba fue a combatir a Garrapata, y en ese duelo a muerte, librado allí, peleó como un león; recibió el grado de Teniente Coronel de la República.
El 29 de junio último, arreglando una pistola, Obeso se hirió mortalmente, y tuvo el consuelo de ver alrededor de su lecho de sufrimientos a sus fieles y numerosos amigos. La ciencia agotó sus recursos, los cuidados de aquellos fueron inútiles, y le vimos expirar sereno y fuerte a las seis de la tarde del 3 de julio. Todo el mundo lamentó esa pérdida, y al día siguiente se vio cuanta era la estimación que había sabido captarse Candelario es esta sociedad. Las Cámara Legislativas se apresuraron a expresar su condolencia por la deplorable pérdida, en proposiciones honrosísimas que fueron aprobadas unánimemente.
El cadáver llevado hasta el cementerio a hombros de sus amigos, era acompañado por personas de todas las edades y condiciones: allí se dieron cita todos los gremios, para dar una prueba palpable de cuanto saben conquistar en una sociedad civilizada un elevado carácter, un talento bien cultivado y la práctica de notables cualidades…
[1] Nota publicada el día 7 de julio de 1883 en el Periódico Ilustrado de Santa Fe de Bogotá, No. 73, páginas 18 y 19- Reproducida en el Boletín Cultural y Bibliográfico - Volumen V No. 11 - Banco de la República, Bogotá, 1962, páginas 1456, 1457 y 1458

sábado, 24 de enero de 2009

Opinión

Ría por Barack Obama
Por Juan Gutiérrez Magallanes
(Miembro de la Asociación de Escritores de la Costa y del

Parlamento Internacional de Escritores- Coordinador del Taller Nodal de Escritura Creativa

YNGERMINA de la Red Nacional de Talleres RENATA en Cartagena)
juanvgutierrezm@yahoo.es


Tú que no eres campeón de Boxeo, hoy estarás en el Paraíso
Tú que no has roto ninguna marca en la maratón de San Silvestre, hoy
estarás en el Paraíso
Tú que no has alegrado la tarima de otro ritmo diferente al del
son que dan las neuronas del intelecto, hoy estarás en el Paraíso
Tú que no eres figura de rap, ni te has desteñido para recoger en tus manos
los oscares del hombre timador
Tú que no has tenido que batear los cien “jonrones” en la Gran Carpa, hoy estarás en el Paraíso
Tú, que no has tenido que vender tu risa de dientes blancos, hoy estarás en el Paraíso
Tú, que has mostrado la igualdad del hombre sobre la faz de la tierra, hoy estarás en el
Paraíso
Tú que no has tenido que danzar la música de tus ancestros, como baratija de venta, hoy estarás en el Paraíso
Tú que no has tenido que lustrar la bota del blanco para reflejar la grandeza de tu alma,
hoy estarás en el Paraíso
Tú, que sólo has tenido la oportunidad de mostrar el galope de tus neuronas, hoy estarás en el Paraíso
Tú, que has tenido el valor de reconocer a tus ancestro de la madre África, hoy estarás en el Paraíso
Tú, que sin tener que mostrar la fortaleza kinestética, has señalado la igualdad en la razón del pensamiento, hoy estarás en el Paraíso
Tú, que has motivado a la humanidad, para considerarte en parangón con la llegada a la luna, hoy, estarás en el Paraíso
Tú, Obama, estarás hoy en la casa Blanca, después de jurar sobre la misma Biblia en que juró Abraham Lincoln
Tú , hoy serás la nueva estrella que mostrará el camino, que ayer tus ascendientes de África iniciaron.
Tú, has anunciado el Día de los Afroamericanos. Hoy estarás en el Paraíso, dándole luz a la antorcha de la libertad con tus neuronas
Tú, Barack Obama, has ganado la más grande de las competencias del mundo. Hoy eres Presidente del Imperio de los Estados Unidos de América del Norte.
¡Eureka por la policromía del género humano!.
Cartagena de Indias 20 de enero de 2009

Crónica: Diez años después del Terremoto

CALARCÁ, ¿A alguien le importa?
HUGO HERNÁN APARICIO REYES
(Director del Plegable Poetintos
www.calarca.net/poetintos )


Hace ya una década, el departamento del Quindío y sus vecinos, sufrieron los efectos de un intenso sismo que, en el caso de Calarcá, además de cobrar numerosas vidas humanas, causar lesiones en víctimas supervivientes y grave destrucción material, puso al descubierto las debilidades, tanto de las edificaciones, como de la sociedad que las habitaba. Cumplida en forma satisfactoria la reparación física, el avance en desarrollo urbano de algunas de las ciudades afectadas –ejemplos, Armenia, pero en forma especial Pereira- es notable. No obstante, los factores socio-económicos críticos de nuestro municipio y del entorno quindiano siguen mostrando tanta o mayor vulnerabilidad que la de entonces.
Conviene recordar, aún con el riesgo de incurrir en manidos diagnósticos, que Calarcá ha padecido un agudo deterioro en sus índices de desarrollo durante las dos décadas anteriores (ver Informe Regional sobre Desarrollo Humano del Eje Cafetero patrocinado por la Agencia de las Naciones Unidas para el Desarrollo PNUD). En ese lapso, el sistema socio-económico regional sustentado en el monocultivo, sufrió la ruptura del Pacto Internacional del Café, el consiguiente desplome de los precios e impredecibles fluctuaciones de las tasas de cambio de divisas. A cuenta de ello y de la carencia de alternativas, la economía local, afectada también por crisis crónicas y por las medidas neoliberales de reducción del aparato estatal, sufrió cambios drásticos que aún no asimila. Otros factores que intervienen en la situación actual son:
-Secuelas del terremoto, tales como la atípica migración resultante del asistencialismo aplicado en el proceso de reconstrucción.
-Brechas sociales profundas, abiertas por la histórica inequidad estructural en la distribución del ingreso generado por la caficultura y demás actividades productivas.
-Incapacidad del sector agrícola y pecuario para absorber mano de obra no calificada (jornaleros rurales), que representa el grupo social más numeroso y vulnerable.
El turismo de las fincas cafeteras, opción relativamente exitosa en cortas temporadas anuales, lo es más para sus propietarios que para el trabajador rural; el valor agregado del servicio de hospedaje es mínimo y lejos de generar labor, la extingue.
-Reducción sustancial del ingreso familiar dependiente de remesas de residentes en el exterior, por la recesión económica global.
-No se adelantan programas de reconversión de uso de suelos.
-Carencia de cultura y desarrollo empresarial.
-Débil disposición hacia la inversión alternativa: a la actitud tradicionalmente apática de los potenciales inversionistas locales o regionales, se suma la inefectividad de instrumentos como la Ley Quimbaya, exenciones de impuestos municipales, etc.
El más grave efecto de todo lo anterior, es la alta desactivación de mano de obra y talento humano, calculada en no menos del 30% de la población en edad productiva. El desempleo y la sub-ocupación laboral, a su vez, auspician lacras sociales: drogadicción, prostitución, enfermedades de transmisión sexual, violencia intrafamiliar, deserción escolar, delincuencia común, desconexión de los hogares a los servicios públicos, indigencia, entre otras.
Posibles mejorías en el clima económico nacional, expresadas en cifras globales y divulgadas por los medios informativos, se perciben en las grandes ciudades, donde interactúan en forma intensa y con efecto multiplicador los diversos sectores económicos. En cambio, regiones como la nuestra, no vinculadas en forma directa a esa dinámica, sin alternativas productivas; aferradas al frustrante señuelo del turismo interno, deben resignarse a un proceso mucho más lento de recuperación.

Reconstrucción sin activación

La tarea reconstructiva tras el terremoto, tan eficaz en reponer y reparar las edificaciones, no lo fue en el plano social ni en la activación productiva. El modelo FOREC, impuesto por el gobierno Pastrana –cuyo compromiso con la región ha sido reconocido con justicia-, fracasó en estos campos, tanto en los resultados, como en aplicar un esquema impuesto desde afuera, pensado en los escritorios capitalinos como una fría ecuación de rendimiento financiero, de la cual se sustrajo al ser humano afectado por la tragedia. Los habitantes de la región terminamos por sentir la reconstrucción como una tarea ajena, forzada; una veloz reposición de muros, de la cual fuimos objetos mas no sujetos, más espectadores que actores, más beneficiarios de ayudas que protagonistas.
Nos quedaron, además de coloridas fachadas tras las cuales perviven las miserias que antes escondían los inquilinatos, la frustración de no haber reconformado comunidades organizadas, participantes, apropiadas de su destino, con las opciones creativas de actividad que exige el mundo de hoy. Se perdió entonces una oportunidad trascendental para hallar salidas hacia la prosperidad y dignidad colectivas.

La historia se repite

Tal parece que una nueva e irrepetible oportunidad para el municipio y sus habitantes, se frustrará, se perderá. Calarcá incurre ahora en otro enorme error histórico sin corrección futura posible. Nos referimos a la apatía institucional y colectiva frente a la ejecución de macro-proyectos nacionales de infraestructura vial, con incidencia directa en la geografía de nuestro municipio: Túneles y dobles calzadas desde y hacia Cajamarca, Armenia, y el Valle del Cauca.
La actitud pasiva, indiferente, que muestra el municipio al comprometer su más valioso patrimonio público, el recurso ambiental, para satisfacer necesidades estratégicas del país y del continente, sin asegurar contraprestaciones justas por parte del gobierno nacional, sin tener una agenda de diálogo y concertación con el mismo, sin preservar su propio interés estratégico, cediendo su obligante papel protagónico a favor de la avidez de conocidos mercaderes del “desarrollo” del Quindío es, no solo lamentable, sino inexcusable.
El tramo que cruza la Cordillera Central por territorio de Calarcá es parte vital del sistema nacional de vías. Además de dar salida a la actividad agrícola, comercial y fabril del sur-occidente colombiano, soporta el flujo de carga desde y hacia el puerto de Buenaventura (el principal del país), Pereira (Autopista del Café), norte del Valle del Cauca (Cartago – Quimbaya – Armenia); desde y hacia los vecinos Ecuador, Perú, centro y norte del país, e incluso Venezuela. La relación de nuestra Calarcá - vértice de estas troncales-, con la actividad del transporte, es ineludible. Asume, de una parte, los problemas originados en el gran volumen de tráfico, sobre todo de vehículos pesados: altos niveles de ruido, contaminación atmosférica por emisión de gases, accidentalidad, contaminación de fuentes hídricas por continuos derrames de hidrocarburos, sustancias químicas, aguas residuales del lavado de automotores y en los últimos años de la construcción del túnel de servicio, frecuentes trancones, acción de grupos armados ilegales, delincuencia común y marginalidad social a lo largo de la vía. De igual manera soporta el fraccionamiento físico y social del casco urbano por las “variantes”, integradas hace tiempo como avenidas interiores, con los mismos factores citados, incidentes en sectores residenciales; desorden que generan actividades relacionadas con el transporte, tales como talleres informales de todo tipo, lavaderos, montallantas y demás.
No obstante, a la fecha, salvo la gestión adelantada por un ignorado sector ciudadano, con la cual se logró la inclusión en el macroproyecto de un distribuidor vial en el acceso de Versalles, nada concreto se ha planteado ni acordado con el Gobierno Nacional. El asunto parece estar por fuera del interés ciudadano y de su liderazgo institucional.
Las obras de infraestructura de beneficio nacional (es de simple sentido común afirmarlo), no sólo deben prevenir, mitigar y compensar efectos negativos, sino abrir posibilidades concretas para las comunidades de los municipios afectados. Calarcá requiere, por ejemplo, asegurar la permanencia de las variantes sur y norte, en doble calzada, con obras de mitigación del fraccionamiento urbano, como ejes de desarrollo urbano, durante los próximos 20 o 25 años; desarrollar proyectos generadores de actividad laboral que racionalicen y fortalezcan la relación con la actividad de transporte y potencien otros sectores productivos. Se ha propuesto el montaje y operación de un Centro Integrado de Servicios para el Transporte de Carga, también un terminal de pasajeros, ojalá integrado con un parador de primera importancia como ingreso al suroccidente del país, entre otras posibilidades.
El tema quizás no rinda dividendos electoreros que sí producen los señuelos tradicionales; tal vez, como otros sugieren, es mejor no “malgastar” recursos del estado en proyectos de desarrollo local; más bien desalentar inversiones, disuadir la llegada de nuevos habitantes, y sentarnos a esperar, resignados, el estallido del Machín. Pero la sensatez indica que si no encontramos alternativas socio-económicas viables para el municipio, que garanticen su vigencia institucional y la prosperidad de quienes lo habitamos, Calarcá corre el riesgo de caer, en corto lapso, a la triste condición de barrio subnormal de Armenia. ¿A alguien le importa?
Calarcá, Quindío, 24 de enero de 2009

Cuento

LA MATRONA QUE VINO A MORIR EN BOSTON
(TRILOGIA DE CUENTO)
Por Gilberto García Mercado

(Miembro de la Asociación de Escritores de la Costa y del Parlamento Internacional de Escritores)

La abuela ronca en la sala. Su respiración pedregosa se siente segundo a segundo. Como el reloj antiguo de la sala. Muchas veces he pensado que ella lo hace a propósito. Protesta por el desayuno: “En mis tiempos no comíamos desechos, comíamos bastante, y no estas pendejadas de pan que lo que hacen es alborotarle el hambre a uno”. Protesta por el almuerzo: “Si sigo tomando estas sopas de agua, pronto tendré un ataúd para mis males”. Afuera Boston duerme la siesta. Una tarde fría se ha instalado en el centro del barrio. Y los perros de nadie, se han agrupado en la recién pintada terraza de Rafael Baena. Y allí, apareándose con Traviesa, que anda entrada en calor, los perros de nadie se disputan a la hembra. Y entonces se forma la pelotera de perros. Y se levanta Rafael Baena, con un pie en el sueño y el otro en la realidad, a espantar a los benditos animales que se han cagado y orinado la terraza. “Váyanse”, les grita. Y el perro apareado y Traviesa sienten el dolor de su copulación animal. Y así, unidos, y acosados por otros perros, se pierden por callejones sombríos mientras se escuchan nuevas voces de los vecinos despiertos por el alboroto. “Qué se vayan”, gritan.
La abuela entonces, despierta. Y se espanta las moscas que se han posado sobre su boca. Y que han velado todo su sueño. La anciana un poco ciega por la vejez, llama a mi madre, y le pregunta que a que hora le van a dar el almuerzo. O si prefieren que, en verdad, la abuela se muera. Y se quede sola allá en el cementerio. Y que cualquier día la van encontrar tiesa, medio muerta, pero con vida. “Para poder denunciarlos a todos, porque pediré limosnas, y aunque no camine a rastras me iré hasta la inspección, para poder denunciarlos a todos”, murmura.
A la casa la llevó un familiar con engaños diciéndole que a Cartagena sólo venían de visita. Y entonces la visita se transformó en escándalos y discusiones, (entre mi madre y la abuela), porque la trajeron para que se quedara. Y ella no se quería quedar. Y la abuela finalmente terminó muriéndose en paz. Y Boston rompió la tregua pactada entre las pandillas, precisamente la que había logrado la anciana, con aquel espíritu devoto que jamás los del barrio de mala muerte conocieron, pero a quienes la abuela tenía siempre presente, cuando pedía por toda la barriada en sus oraciones. (No salía ni se asomaba nunca ala puerta de la calle).
Mi eterna presencia en Boston, la divido en tres periodos: Antes de la abuela, presencia de la abuela entre nosotros, y después de la abuela.
Pero a la abuela mi madre le ha llevado el almuerzo. Y la anciana dice que le consigan un trapo para no quemarse con la olla caliente. “¿Quién dijo que la olla esta caliente?”, protesta mi madre, “A usted si le gusta joder, ¿no?”. Yo tengo grabado en la mente, cada escena, cada discusión en que se enfrascaban la abuela y su hija. No sé quién tendría la razón, pero sí me daba cuenta que ambas estaban cansadas de sí mismas. Por una parte mi madre acosada por los males de la menopausia, atendiendo a sus hijos solteros y a algunos separados, pero con la firme convicción de preservar a la especie. Mi padre ya le había dicho: “Ahora después de vieja, en vez de descansar, te has dedicado a criar nietos”. Y estas eran las palabras que le echaban más leña al fuego de sus discusiones. Por otra parte la abuela religiosa: yo la recuerdo en Sampués con esa altivez con que enfrentaba el mundo. A su esposo muerto prematuramente en un accidente de tránsito nunca lo conocimos. Pero ella siguió recordándolo como la primera vez. Y en ese momento de una cosa ella estaba segura: Se había quedado sola con ocho hijos. A la intemperie de la soledad, enfrentando la vida con entereza, digna, sin bajar la frente, y nunca tuvo otro marido…
Pero entonces la distancia puso fin a nuestros sentimientos de nietos, y nos olvidamos de la abuela. Ella se quedó con la soledad de una familia menos. Y sólo los recados de quienes iban para Sampués o venían para Cartagena, se convirtieron en los únicos lazos familiares que nos ataban a la vieja. La fuimos olvidando poco a poco. Despacito. A principio fue duro no contar con los consejos de la anciana. Porque cuando mi madre enfermaba, la abuela tenía la llave mágica para abrir el candado de la enfermedad. Y sacar el dolor por muy fuerte que aquel fuera. Sus tomitas de toronjil y hierbabuena, nos daban sueños tranquilos y felices.
La vieja se toma la sopa. Como está medio ciega a veces evade la cuchara que lleva su mano a la boca, y por boca entonces tiene un pómulo, la nariz o la frente. Se baña toda la cara de sopa. Yo entonces le seco la cara, y a mí me parece que ella es una niña grande, a quien hay que enseñarle a hablar, caminar y comer. Pero la realidad es otra: Esto es la antesala a la muerte.
El tiempo y la distancia cubren de herrumbre los recuerdos. Porque no de otra manera podía calificar la lucecita vaga, titilante, de la anciana en mi memoria. Yo quise al ver al familiar cargar a la abuela, rescatar aquellos momentos de la infancia en el pueblo, pero cuando escudriñé en el fondo de mí, y quise rehabilitar la imagen de la anciana en nosotros, el tedio de la memoria hizo injusto el sentimiento. Me sentí incómodo, mal, porque sólo la lástima era el dueño de aquel momento.
La abuela lo daba todo por sus nietos. Cuando niño-en su casa de Aracataca-ella siempre me llamaba, para que yo observara cómo se le salían las lágrimas mientras me dictaba con voz temblorosa los pormenores de su carta para Lucía: su hija que vivía en Venezuela. Después se hacía releer la carta. Y si faltaba algo lo agregaba en la posdata: “No me cansaré de escribirte, hija. A pesar de que el papel se ha terminado, y porque no tenemos fluido eléctrico, pero mañana te escribo otra”. Entonces dejaba de jugar con mi cabello. Me daba la bendición, y me decía que me fuera directo a casa, y que cogiera el autobús, sin distraerte en las esquinas hijo”.
Yo vivía en un corregimiento pobre de Aracataca. Allí estaban regadas todas mis fantasías pueriles. Y Sampués, nombre del corregimiento, era una parodia a la vida. Una imitación a todo lo que estuviera de moda por esos años: los personajes de las tiras cómicas: superman, batman, linterna verde, aquaman. Entonces el que hacía un alto en el camino-cuando el autobús se detenía para reabastecerse-se asombraba por la gritería de los vendedores de butifarras, chicharrones, frituras y gaseosas, quienes se llamaban entre sí, por un personaje de las tiras cómicas. “Aquí estoy Robin”, decía linterna verde, “¿Te cambio la moneda?”. Entonces, fascinados, los adormilados pasajeros salían de su letargo, porque al fin habían podido conocer a sus personajes favoritos.
De Sampués a Aracataca, hay cuatro o cinco kilómetros. Y quienes tienen bicicletas, se van en grupo de ocho o diez muchachos hasta esa población. Pero los que tienen menos prisa lo hacen a pie. Cuando la abuela supo que sus hijos pensaban marcharse de allí, ella los previno. “Ustedes no saben”, les dijo, “Que por octubre ese pueblo se aniega”. Pero de nada valieron sus súplicas y malos agüeros. “Allí el único empleo”, volvió y les dijo, “Es el trapiche”. Entonces los hijos gritaron en coro que eso a ellos no les importaba. Pero la abuela volvió a la carga. “Ese no es el problema”, les dijo ahora enigmática, “Lo que pasa es que en el trapiche espantan”.
La abuela entró en Sampués entre el estrépito de un chevrolet antiguo, y la bulla de sus nietos que venían a recibirla. Era un agosto tenaz, porque el verano era intenso. Y la mayoría de los sampuesanos estaban en el río. Yo, a quien mi madre sacaba piojos del cabello, al escuchar el ronroneo estrepitoso del chevrolet, y al reconocer a la abuela, me desprendí bruscamente, de las manos de mi madre, y salí a recibir a la anciana. Entonces el aprecio por la abuela Amalia, era puro. Como el sentimiento que sólo aflora en los niños y que uno ahora grande no lo sabría explicar. Pero lo sentía ahí. En esa personita de siete años a quien la abuela mandaba buscar desde Aracataca para que le escribiera sus cartas para mi tía Lucía. Después la anciana me decía: “Toma para el autobús, pero no te me distraigas en las esquinas”.
La casa era de techo de palma con paredes de barro y estiércol. La habían construido sus hijos que por ese entonces vivían con sus cónyuges, enamorados, poseedores de un humor sano, y más contentos todavía porque en Sampués, para adquirir tierras y un lugar para vivir, bastaba sólo con señalarlo con el dedo. A la abuela la casa le encantó a primera vista. Y el rumor de un riachuelo que pasaba por detrás del patio, la extasiaba. Y las horas se les iban atendiendo a sus nietos que se cagaban en cualquier parte, hasta que ellos-domados por la flexibilidad de la anciana-aprendieron a hacerlo en el excusado.
Y Fundación está allí, al otro lado del río. Sólo se pasa el puente metálico o el de madera, para hallarse en Fundación. Allí estudiaban los estudiantes más holgados de Sampués. Porque los más pobres-los que estudiábamos por las tarde, porque por la mañana lavábamos tornillos y tuercas y piezas de carros en algún taller de mecánica-lo hacíamos en los colegios de Buenos Aires, también corregimiento de Aracataca, al otro lado de la carretera.
La abuela Amalia accedió vivir en Sampués no tanto porque la población no le gustara, sino porque quería que sus hijos no fueran a coger por malos caminos. Ellos nunca le habían desobedecido alguna vez. Y si se obstinaban en dejar Aracataca-sólo yo vivía con mi familia desde hacía años en Sampués-era porque les estaban doliendo sus regaños. Y ella no les quería perder. “Entonces es eso”, se dijo. Se instaló en la nueva casa, que bautizó como Siempreviva, tan sólo para que sus relaciones clandestinas con sus santos, no la cogieran desprevenida, porque si acaso la muerte un día la viniese a buscar. Nadie supo jamás los poderes de santa que tuvo la abuela. Porque desde que ella llegó, las lluvias torrenciales, que inundaban el corregimiento, se hicieron cada vez más lejanas. Ella con sus oraciones paraba enfermos, resucitaba muertos. Y esto nunca nadie lo supo. Ni siquiera mi madre quien era la que más se preocupaba por la anciana. Porque la abuela se encerraba en su cuarto, pasaba la tranca contra la puerta, llenaba sus pulmones de aire, y se agarraba a pedirle-con un lenguaje extraño-a sus santos de su devoción. (Qué yo nunca supe cómo se llamaban). Porque la vez que borracho me había quedado dormido en su cuarto, buscando su olor debajo de la cama-mientras que ella y la junta comunal realizaban conciliábulos para protestar contra el gobierno, y que erigieran en municipio a Sampués-no le entendí lo que decía. Así como entré salí. Los años la estaban venciendo, y otra vez apagué el foco. Salí.
Los primeros días la abuela derrochaba un fervor admirable. Dueña del tiempo en Sampués, cabalgaba sobre el viento y daba instrucciones sobre cuándo tenía que llover y cuándo no. Al menos en mis fantasías pueriles, ella era la dueña del mundo. Yo tenía miedo de mirarla directo a los ojos, pues temía de que ella alguna vez descubriera mi falta. “Los niños no deben beber ni en épocas especiales”, me dijo, “Ah, esos hijos de la vecina”. No sé si ella lo sabía o no. Y por más que intenté vulnerar la muralla que separaba al niño de los secretos de la abuela, nunca lo pude lograr. La anciana vivía bajo un régimen totalitario en el que el poder era su infinita bondad. Parecía que en vez de tener dos manos, poseía diez. Y se multiplicaba cuando llegaba una fecha especial como la de las primeras comuniones. Entonces todos sus nietos que en esos años pedíamos contarnos hasta el treintaidos, desfilábamos por su casa Siempreviva. Y ella nos tomaba las medidas de las camisas y los pantalones, y entonces los días subsiguientes con una labor abnegada, se entregaba toda en la confección de las mejores camisas y pantalones del corregimiento, que, orgullosos, lucíamos, los nietos de la abuela Amalia.
Llegó a ser tan importante la abuela en Aracataca, que algunos funcionarios de la Alcaldía, llegaron a Sampués, para que la abuela regresara, así fuera por la fuerza, a aquella población. “Porque desde que usted se marchó”, palabras textuales de un funcionario, “La desidia ha invadido al municipio. Y ahora resulta que todo está al revés. El Gobierno ha dicho que Aracataca pasará a ser corregimiento, y, en cambio, erigirá en municipio a Sampués”. Pero la abuela se mantuvo en su sitio. Miró a los funcionarios directo a los ojos. Y estos, como si no hubieran dicho nada, sumisos, regresaron por donde vinieron.
Cuando el camión que transportaba los enseres penetró en Boston, boby ladró apenas que tocamos la puerta de aquella casa de madera a la que mi padre acababa de comprar. Mientras el conductor y su ayudante bajaban los muebles, hicimos el segundo intento, y entonces escuchamos una voz grave- tal vez la despertábamos de un sueño profundo-que gritó: “Qué es lo que pasa, carajo”. Al instante como el que gritaba se negaba a salir, los vecinos del lugar quienes habían acudido ante los desaforados gritos, comenzaron, también, a gritar: “Sal de ahí. Huevón. Esa no es tu casa”. Fue una sorpresa mayúscula. Mi padre acababa de comprar la casa. Y ahora allí había un tipo que no quería salir de ella. Entonces ya yo la sabía. La mariposa de la paz-esa a la que el país buscaba minuciosamente para protegerla-se había quemado las alas en un foco de este barrio del mal. (Y por eso se intensificaban más las luchas entre el Ejército y las guerrillas). Y Boston se vistió de más y más violencia.
Tuvo mi padre que hablar con la que fuera dueña de la casa, y traer un policía, para que el sujeto aquel- un drogadicto que dormía de día y atracaba de noche-por fin saliera de la vivienda. Entonces el individuo en mención, que se sentía dueño de la casa, esgrimió una rula Collins, y tuvo que emplearse a fondo el policía para inmovilizarlo, y entonces obligarlo a que desarmara la pequeña cama, para que el mismo camión que nos trajera, lo regresara a cualquier parte de esta Cartagena de Indias, aunque le tocar a mi padre también pagar el trasteo.
Antes de la abuela, Boston era un barrio sin ley. El sol era intenso, y algunas veces se encontraban flotando entre los desechos, y las aguas negras de sus caños, cadáveres de perros y gatos. O alguna que otra ave de corral. Y sobre ellos, disputándose la carroña, los gallinazos vetustos removiéndolo todo. Husmeando con sus patas y picos la descomposición cuyo olor nauseabundo ya era costumbre verlo entrar amablemente, como un habitante más de casa. Todo era tan incierto y ya nada asombraba, porque estábamos acostumbrados a ver la muerte cada día jugar por las calles, en serio y en broma. Y uno nunca sabía cómo identificar uno de sus rostros. Porque todos los días había abaleados, y eso, según nosotros eran las bromas de la muerte. Aunque a veces los heridos murieran desangrados en los hospitales. Entonces la muerte no había jugado esta vez, porque…
Nos habíamos mudado a Boston, pero antes la vecina de la casa donde vivíamos arrendados en el 13 de Junio, les había dicho a mis padres: “Vecinos no se muden para allá. Boston es un barrio marginado. Y sus hijos pueden coger malos pasos”. Se refería la señora Olga Torres al profundo olvido en el que estaba sumido el barrio. Y el silencio de los gobernantes de la ciudad, que se hacían los sordos, y nunca invertían en centros de salud, ni en escuelas. Por lo que el barrio anduvo a la deriva, sin capitán, haciendo agua a babor, hasta que la nave zozobró.
Entonces vivíamos sobresaltados a toda hora. Y ya nadie confiaba en nadie. Porque el que uno menos pensaba era un delincuente. Boston se volvió invivible. Una tarde en la que ya el sol se ocultaba en el horizonte, la familia estaba sentada a la mesa, era un domingo tórrido de febrero, y el barrio era un monumento a la música del Caribe. De pronto, la puerta totalmente abierta, escuchamos una algarabía que venía de la calle. Pero no nos preocupamos. Continuamos con los ritos de la cena. Y fue entonces cuando escuchamos los disparos. Al levantarnos para observar lo que pasaba, una muchacha entró corriendo a la sala, lanzó un quejido, y se derrumbó sobre el piso no sin antes vomitar una sangre espesa, entre sus últimos estertores de muerta.
Era Diana Palomino. Había llegado de Moñitos, una población de Córdoba, rica en agricultura y ganadería. Se vino de esas tierras lejanas, no porque Cartagena le pareciera bella, sino porque había discutido con su marido. Muchacha ingenua e ignorante, lo único rescatable en ella, era su belleza. Llegó asombrada por el ritmo de vida en Boston. Y se dejó fascinar por el ambiente, la bulla de los sábados y domingos, y por ciertas amigas fáciles que se drogaban con marihuana y cocaína, y que salían de un baile y entraban en otro, donde los picó eran los dueños del mundo. Se sintió bien en ese ambiente, explorado, tenue, delicadamente, y a los quince días ya se sabía los pases de los bailes de moda. Y entonces todo aquel que la veía pasar contoneándose con sus amigas, perplejo se preguntaba: “Y, ¿esa es la muchacha de Moñitos?”. Entonces el que se sentía aludido sonreía, irónico. Porque en quince días la muchacha cambió. Se cortó el cabello, recortó más sus faldas sobre las rodillas, y se puso un pantaloncito caliente, y entonces nadie pensaba que mientras ella era otra en el fascinante mundo de Boston, un hombre se moría de celos y amor en Moñitos, quien le pedía por teléfono que lo perdonara, que había sido una ligereza de él el haberse enfadado con ella, y que regresara pronto, porque si no se iba a morir de amor. Y la muerta fue ella.
A pesar de diez años de no ver a la abuela, nosotros la imaginamos como siempre la habíamos visto: Como una matrona que nunca dejaba descansar la escoba. Y que mantenía siempre reluciente su casa. Apenas amanecía estiraba los brazos para alejar la pesadez del sueño. Y se concentraba en sus ejercicios místicos que consistían en pronunciar que “todo está bien, si Dios está conmigo”. Tal práctica divina la hacía inmune a las enfermedades. Un día un médico le dijo: “Usted lo que tiene es un cáncer uterino. Le quedan pocos días de vida”. Ella lo tomó tan en broma, que se burló del médico. Y para probarlo le dijo que “aquí estaré por Navidad el próximo año para asistir a un chequeo general con usted”. El médico sorprendido por el entusiasmo de ella, la animó, pero se despidió con frases fúnebres: “Cuando yo muera quiero que me entierren debajo de un palo de almendra, y me den la absolución, ¿usted no?”. Y salió entre la algarabía de los loros y el perro José que le mordió un zapato, (cosa que tan sólo en ese momento hicieron) y el médico interpretó esto como un presagio, que avisaba que la muerte visitaría Sampués. Y que él era el portador de la mala noticia.
Este es el relato de la matrona que vino a morir en Boston. Después de diez años que no la veíamos. Paralítica. Casi ciega. El familiar que la trajo no esperó la bienvenida que en estos casos las familias se dan. Y más que por un hecho embarazoso que por un acto de conmiseración, se excusó diciendo que regresaba, que tenía una cita con un especialista. Y que cuidaran a la abuela.”Pues la abuela es una santa y los quiere a todos….” Pero entonces más tarde comprendimos por qué habían abandonado a ala anciana. Se había vuelto terca, obstinada. Parecía que de un momento a otro la demencia senil le llegaría con los años. Y que su protesta por todo lo malo que le hacíamos era un síntoma de ello. Pero nosotros lo que hacíamos era quererla.
-Me quieren envenenar-gritaba en medio de sus crisis-Pero primero les denuncio.
Nosotros tratamos de hacerle la vida menos amarga a la anciana. Porque entonces ante sus crisis. Edith, nuestra hermana menor, se le acercaba sin que la vieja se diera cuenta, y comenzaba a peinarle los cabellos siempre revueltos, diciéndole que “abuelita no diga eso. Usted no sabe cuánto la queremos”. Y el último recurso para desarmarla: Un beso dado en la frente de la abuela Amalia.
Entonces Boston parecía una mierda. (Con la salud deteriorada de la abuela). Y la mariposa que se había quemado las alas en algún foco de este barrio, yacía entre dos destinos funestos: El que alguno la pisara, y Boston se cagaría entre su propia mierda. O que la mariposa diera sus últimos estertores de muerte, en el regazo de la abuela Amalia. Y entonces Boston y todo lo malo de Boston, que contagiaba el resto del país tendrían una tregua. Uno de los destinos, entonces, era menos funesto. Pero como yo comprobara aquella vez en su casa de Sampués que la abuela hablaba un lenguaje extraño con sus santos. Que había asistido a la Navidad señalada por ella al consultorio del médico pesimista. ¿Qué podría pasar si algún día halláramos a la abuela muerta?
Es lo que ahora me pregunto. Desde este mi refugio desde donde ahora escribo. La zona se halla acordonada, el alcalde ha decretado el toque de queda. (Y la abuela Amalia está muerta). Y Boston y el país, tristemente, después de no hallar un sitio escondido dónde aliviar un poco el estómago, cruzaron los límites por los cuales la abuela tanto pedía en sus plegarias, se cagaron en la tierra imparcial, y ahora tendrá que aparecer otra abuela Amalia para que la guerra no sea inminente.
FIN