domingo, 2 de diciembre de 2012

Cuento de Navidad de ANDRES ELIAS FLOREZ BRUM


EL CUARTO Y LA MUÑECA
                                              A  Édgar Cortés Uparela y Armando Vergara Vergara



El cuarto donde dormía la niña estaba al garete.
No parecía un cuarto. Parecía más bien el trecho de un recodo, o  el retazo de una feria. Estaba aquel espacio del cuarto entre la sala y el comedor y entre el comedor y la cocina.
 Era tal el desorden de los que llegaban a casa, que entraban y salían de aquel espacio como entrar y salir de un sitio público. Hasta escupían en el suelo. La  colchoneta donde dormía la niña con su madre iba de un lado a otro. Como una canoa a la deriva. Porque ese espacio no tenía rincón, ni arista, y el techo parecía tan distante del piso que se veía como la carpa de un circo.
 La niña sentía  dormir  en la calle. A la intemperie. Sin cabecera ni pieceros. Pues, si ella tuviera una muñeca no tendría un lugar donde sentarla. Sentía este lugar como el comprendido entre una cuerda que se gira entre tres o cuatro lápices.
 A veces era un cuadrado, otra un trapecio. Como el entre- patio de una gallera. El alero de un mercado de hicoteas y aves marinas. La colchoneta no encontraba asidero.
 Por eso la niña no sabía dónde dormía ni dónde dormía la mamá.
Los que entraban y salían de esta casa  pasaban  y tranqueaban la colchoneta. Acaso sin percibirla. La niña  se decía en su interior que ninguno de ellos podría ser su papá.
 Melissa y la niña se levantaban con celeridad y trataban de enrollar la colchoneta, pero al liarla les quedaba como un cilindro  sin tapa donde se deposita  la basura.
Una mañana entró Armando. Ella, la niña, se quedó mirándolo. O más bien escuchando, como si fuera ciega. Porque ella no miraba de frente. Escuchó cuando le dijo a su madre: Tú eres bonita, aunque estés pasada de peso. Debes arreglarte  mejor.
A la niña le llamaban la atención estas palabras y hasta pensó decirle a la amiga del jardín que sí, que ella sí tenía papá y quién le regalara una muñeca.
Al siguiente día volvió  Armando. Armando el que entraba con prudencia. La niña oyó  cuando le dijo a la madre, tómate medio vaso de agua, por la mañana, antes de enjuagarte la boca.
Desde ese día supuso que Armando podría ser su padre. Fue con la idea a ras de oídos a la escuela, ya tenía papá y quién le regalara la muñeca. Se ilusionó más cuando oyó decir que se aproximaba Navidad. Entonces pensó que en Navidad es cuando nace el niño Dios y les regalan juguetes a los niños.
En realidad, Armando pensó en el regalo de la muñeca. Pero advirtió que la niña no tendría dónde sentarla ni dónde vestirla. Vio que el cuarto  estaba dividido por un cartón hacia  la sala y un retazo de sábana  hacia  la cocina. La colchoneta giraba como una alfombra voladora buscando un ángulo. Se le vino la idea. La idea loca:   se podría encargar de las dos.  La niña y  la madre. ¿Pero… su Ceci? ¿Diego y Paola? Al respirar dedujo: ¿Y la posibilidad de un amigo suyo? Pensó en la muñeca. Lo desveló la muñeca. En una tabla  para la muñeca en la cabecera de la colchoneta. Después del vaso de agua, dos granadillas, o unas uvas. No olvides peinarte cuando te levantes. La recomendación para Melissa, la madre de la niña.
Cuando sentían sueño, se miraban las dos. Como si quisieran acostarse ya. La gente levantaba el cartón, pasaban y apartaban la sábana y seguían y regresaban como si salieran de una sala de cine de barrio.
La niña, aquella mañana en el jardín, le dijo a la amiga que tanto la hostigaba por no tener muñeca ni papá: ya tengo papá y en Navidad me va a traer la muñeca. La amiga la miró con recelo y sin darle  importancia le respondió haciendo puchero.  Ni se sabe, en Navidad a mí me cambian la bici por una nueva.  Abandonaron las hojas donde rellenaban el dibujo de una manzana.  Y salieron al patio hacia el trapecio y el columpio.
Armando había llegado donde Melissa con otra  recomendación: No se te olvide, descalza ni a la puerta de la calle. Recordó que el cuarto no tenía puerta, ni quicio. Y que bastaba empujar parte del cartón para entrar. Levantar la sábana para pasar a la cocina. Entonces le preguntó por la niña. Ya está por llegar, dijo Melissa. ¿Te tomaste el té chino?, le preguntó. Esta noche debes empezarlo, te lo traje para que lo tomes.
Armando pensó entonces en la muñeca. Es lo de menos, se dijo. Primero sería armar el cuarto. Que tenga paredes y rincones y que el techo esté al alcance de la vista y que haya un chifonier y una luna y una mesa de noche. Que no sea una colchoneta sino un colchón.
 La tarde, cuando le preguntó por el té chino delante de la niña, la niña se reanimó.  No estaba equivocada.  Él podría ser su papá.  Le caía mejor lo de papá que lo de tío Armando. La mirarían ahora de otra manera en el jardín. Su amiga no le haría tantos desplantes. Pero¿Cuándo llegaría Navidad?…
Las dos estaban paradas como buscando una pared para apoyarse. En el centro. Bostezando. Huérfanas. Sin voz, ni voces. Ahora pisaban con las plantas descalzas de sus pies sin dejar huellas. Sin horadar la espuma. Sin plantillas. Madre e hija.
 Armando volvió al espacio del cuarto. Al vaivén de la colchoneta. A la mirada sesgada de la niña. A lo que sus ojos no le decían y le decían.  Tal vez  podría  ser el  marido  de Melissa y el padre de la niña. De nuevo, Ceci, su mujer. Diego y Paola, sus dos frutos.
 Anduvo entretenido en ese cartón que se levantaba al pasar de la sala al comedor. Ese piso removido. El piso prestado de Melissa. La sábana  que se levantaba al pasar de esa parte del comedor a la cocina. Luego el patio. La mesa del dominó. La risa de los visitantes.
 Encontró a Melissa que había acatado algunas  recomendaciones. Ya no estaba descalza. La blusa, manga tres cuartos, le lucia bien. La portaba bien.  El pantalón ajustado, tallado en la cintura. El cabello recogido como si se lo apretara un turbante. El olor de ella: una loción que alborota. Que atrae. Que convida.
Luego,  el leve crujido de las sandalias al pisar el quicio.
Pero el quicio no existía, pues no existía dintel. El cuarto no existía, no había rincón. Por eso no sabía dónde dormía la niña. Dónde conciliaba el sueño. Dónde se desvelaba la muñeca. De dónde se levantaban las dos para ir al jardín. Ahora que sabía que esa amiga la acosaba porque no tenía papá. Si no tenía papá, menos podría tener muñeca.
Dos veces en el salón de ajedrez, Armando estuvo armando el rompecabezas de la niña y la muñeca. El corpiño de Melissa.  La arista que descansaría en el piso…
Aunque, ella, Melissa, ser sin plaza, sólo tallaba la falda en su cintura en busca de algo que hacer.
A la niña  le vino el sueño.  Soñaba. O en su desvelo, casi despierta, aparecía en Navidad. En una iluminada sala. De muebles de cretona. Arrullando en sus brazos a la criatura que  en su almohada había despertado. Con un biberón que le acercaba a los rosados labios. Al despertarse era ella la que sorbía el biberón en sus resecos labios. 
Un día Armando presintió  que había encontrado la solución al cuarto.  A la niña.  A la muñeca y a Melissa. Le bastaron dos cervezas morenas  con Francís,  para decirle, te voy a presentar a Melissa. Te voy a llevar al cuarto de Melissa. Y se presentó con él y le dijo: Melissa, él es Francís.  Francís, tomando a la niña en sus brazos, le dijo, desde hoy vas a tener papá.
Más tarde, este amigo, Francís, apareció con el ebanista que, en buena madera, probable, cedro o trébol, roble o pino, levantó cuatro paredes. Cielo raso.  El espacio apropiado para un chifonier. Una cama. Sobre la cama un colchón. Dos mesas de noche. La pequeña mesa y la silla para que la niña ahora hiciera tareas. A las cuatro paredes,   ahora  la cama y el colchón.  El chifonier y una luna.
Y ahora, Francís, levantando en sus brazos a la niña y exigiéndole que lo mirara a los ojos, mientras él también la miraba a sus ojos. Como si le dijera, dile a tu amiga del jardín que pase, que pase ya, que ya tienes papá, que yo soy tu papá. Que en esta Navidad te aparecerá, en la almohada, la muñeca.